Santa Teresa vislumbró
el infierno.
Sentía en el alma un fuego
de tal violencia…
Luego vino el ángel,
pequeño y hermoso:
el dardo de oro
la penetró hasta el éxtasis.
Fue abrasada por
la gracia de Dios.
Yo parpadeé en mi propia
visión humilde: las luces
brillantes y minúsculas
empañaron mis ojos.
Nos deslizamos
en el lento crepúsculo
de la ceguera, incapaces
de esquivar el destino.
Recordé a una niña
que veía crecer ramas
larguísimas
desde la punta de sus dedos,
hacia el infinito.
Algunas mujeres
no tenemos
a quién rezarle.
Dermografismo
para Carmen González Táboas
Bautizarnos
con el nombre
de un padecimiento
exótico.
La palabra es la forma de cáncer
que aqueja al ser humano*.
Cómo decir del cuerpo
si estamos heridos
por una escritura.
Cómo decir si el lenguaje
que recubre y desviste
es una trampa.
En el silencio helado
de un bosque japonés
a orillas del Monte Fuji
morir puede ser un arte.
Adentrarse para siempre
en un mar de árboles
y ahogarse allí
donde otros logran nadar.
La brújula falla
cuando las palabras
se vuelven jeroglíficos.
El intento de descifrarlas
es el intento
de sobrevivir.
Edema de glotis
Caen los rayos de luz
en el sur del mundo.
Cuando la piel llama a respirar,
es preciso tomar aire.
Incluso el paraíso tiene sus
monstruos:
acechan al disiparse la bruma
en el instante de mayor claridad.
La vespula germánica sabe
dañar sin perder, como toda
reina madre. Sus rodeos
son como las vueltas sigilosas
que da el animal antes
de cazar a su presa.
Bella carnicera, inocula
el veneno a través del aguijón
o muerde: un ritual silvestre
desprovisto de magia.
Me expulso de los lugares
sagrados donde otra vida
parece posible.
Allí donde la tormenta
amenaza con destruirlo todo
recobro el aliento.
Pero el cuerpo no tiene memoria
para combatir la inteligencia
de la naturaleza.
De Diario de la errancia. Elogio del viaje (2020, La docta ignorancia)
«Me gusta la frase de un explorador –escrita en el hielo–
cuando moría: ‘no lamento este viaje’».
Georges Bataille
Freud contemplaba incrédulo el paisaje de la Acrópolis: «¿Acaso esto de verdad existe?».
Yo contemplaba el río Duero con la misma incredulidad. Otros paisajes quizás habían sido más deslumbrantes, más majestuosos. Nunca sabemos con exactitud qué tipo de belleza puede conmocionarnos. Imposible también calcular las coordenadas íntimas, subjetivas, que se trazan en el encuentro con esos paisajes. Algo aconteció por fuera de las probabilidades, de lo previsible. Algo me hizo caer desde la cima misma del deleite.
Si el río nunca es el mismo, tampoco lo es quien lo contempla. Frente al río Duero, yo no era la misma que había mojado los pies con cautela religiosa en el río Arrayanes, ni la que había naufragado en la orilla del Sena.
¿Había llegado, como Freud, demasiado lejos? ¿Se trataba, acaso, del cumplimiento de «un deseo de intensidad avasalladora»? ¿Qué fue, para mí, un padre en ese instante de extravío?
Las preguntas fueron otras: cómo se enloquece en tierra extranjera, cómo regresar desde ese lugar al que me precipitaba. La respuesta frente a la locura siempre es la huida.