La última carcajada
Los médicos quedaron perplejos cuando se encontraron con el cadáver. Los observé cuando, desconcertados, se encogieron de hombros y se alejaron de la obra de arte sobre la mesa, incapaces de comprender el poder, la decisión, el esfuerzo que requirió el desenlace que tenían frente a ellos.
Recuerdo el día en que comprendí que Celeste debía morir. Durante años habíamos sido inseparables. La llevé conmigo a todas partes, apretada bajo mi brazo o guardada cuidadosamente en mi mochila. Su vida me excitaba y me divertía; yo vivía y respiraba sus pequeñas particularidades: la moneda que volteaba en el aire y giraba compulsivamente sobre sus dedos, la manzanilla que usaba para mantener sus rizos amarillos, las pequeñas flores azules que pintaba frescas en sus uñas cada mañana. La amé desde el momento en que surgió, íntegramente, en mi cabeza.
Pero con el tiempo, inevitablemente, llegó el día en que me traicionó, como siempre sucede con las mujeres. Supe que la había perdido desde el momento en que conoció al muchacho en el café. Hablaron durante horas en ese primer encuentro, comenzando por el ajado Dumas que ella apretaba contra su pecho; saltaban de la política de la revolución a la ilustración de Folon de la Declaración de los Derechos Humanos. Ella intentó enseñarle algo en francés y luego se rió, echando la cabeza hacia atrás y sacudiendo los hombros, cuando él trastabilló y se atragantó con la "r" gutural. Después de eso, era solo cuestión de tiempo. Ella era algo idealista y él era un desconocido, alto, oscuro, y así fue que ella se perdió de mí. Cualquier escritor serio sabe que nuestro deber primordial es evitar el cliché y la ridícula decadencia creativa que es el "final feliz". Como artista, mi responsabilidad era asegurar que los buenos murieran jóvenes y que los grandes amores fueran frustrados eternamente.
El asesinato de una mujer joven presenta ciertas dificultades para el escritor consciente. No hubiera costado nada, ni requerido ningún talento asesinar a un viejo amargado como yo, que se está quedando calvo, y con una cintura que se va extendiendo gradualmente. Pero Celeste debía ser una historia diferente, hermosa. Su muerte debía ser exquisita y horrorosa, escalofriante e inevitable, personal y universal.
En primer lugar había que sembrar las señales. Ninguna buena muerte ocurre de pronto; el universo prevé la tragedia que se avecina y envía indicios que solo vemos en retrospectiva. Durante semanas llené los días de Celeste con discretas insinuaciones de su mortalidad. Como siempre, el principio que me guiaba era la sutileza.
Mientras estaba sentada en su terraza tratando de capturar la puesta de sol con acrílicos baratos, un nido de cuervos se instaló en un techo cercano. Uno particularmente bien parecido tuvo el honor de aparecer en la pintura terminada, que ella le dio al muchacho del café.
Una tarde, ella esperaba para comprar entradas para la sinfónica. En el vidrio de la ventanilla vio una imagen que acechaba, de alguien alto, sin rostro y encapuchado. Se dio vuelta para mirarlo sobre el hombro, y solo vio un joven desgarbado, pecoso, vistiendo un enorme abrigo de la universidad, distraído y nada amenazante, esperando en línea detrás de ella. Ella le sonrió, inclinó la cabeza y se olvidó de él.
Entregué mi vida a concretar su inminente desaparición mientras el universo se volvía contra ella: las resistentes flores azules de sus ventanas se marchitaron inexplicablemente; las sirenas aullaban afuera mientras practicaba clarinete; su reloj de cristal se cayó de la chimenea y se hizo trizas entre los leños.
Comencé a odiarla, ofendido por la parte de mi vida en que me había entregado por completo a ella. Disfrutaba de la idea de darle el golpe final. Pero debía ser perfecto. No podría ser tan simple como estrellarse contra el paragolpes de un coche acelerando imprudentemente, ni sofocarse suavemente mientras duerme, debido a un escape de gas. Cada minuto en detalle de sus momentos finales completaría una metáfora perfecta, y dediqué todos mis pensamientos, actos y aliento a la ejecución de mi obra maestra. Durante el día frecuenté pasillos de hospitales y estudié obituarios, mientras que a la noche construía escenarios elaborados, horripilantes, y todos concluían con una muerte más espectacular que la anterior. Mis sueños eran oscuros y destructivos, y cuando revisaba mi trabajo, cada 't' representaba un crucifijo.
Y mientras yo esclavizaba y maquinaba, Celeste—esa ingenua insulsa--bailaba tontamente durante las últimas semanas de su vida. ¡Y pensar que alguna vez pude amarla! Sería un gran placer enterrarla en el olvido, formalizar su destrucción en páginas impresas y dedicar mi atención a otras cosas.
Pasó el tiempo, y mis ideas se volvieron cada vez más intrincadas y brillantes, pero nunca llegaba el final. Cada vez que pensaba que había tomado una decisión, emergía una nueva trama, más seductora y estremecedora que la anterior, y me veía forzado a comenzar nuevamente.
Y finalmente llegó el día en que levanté la vista desde mis furiosos garabatos hasta la ventana cubierta por cortinas. Estaba tan cansado, mis párpados caían, mientras miraba fijamente el cortinado de flores azules, igual que cuando Celeste tomó forma por primera vez en mi mente. Ahora, mientras ella estaba en el café, riendo tontamente con el muchacho que había empezado todo, sentí un arrebato de desesperación. Debía ser pronto. Su vida comenzó con alegría, y yo todavía no había encontrado la forma perfecta de acabar con ella. Pero primero, sin duda podría recostar mi cabeza, sólo un rato. Si al menos pudiera cerrar los ojos un momento, sabría cómo terminar. La sentía asomarse a los rincones de mi mente: la muerte perfecta. Estaba ahí, y todo lo que necesitaba para alcanzarla era cerrar los ojos.
Así fue como me encontraron, con la cabeza descansando sobre los brazos cruzados, con los papeles dispersos en el escritorio y el piso. Fue la criada quien descubrió el cuerpo. Hacía tres días que yo estaba sentado allí cuando ella entró. Llegó 15 minutos tarde, y cuando probó mi pulso, su aliento olía fuertemente a jerez barato, así que fue una suerte para ella que yo estuviera muerto. El resto ocurrió como es predecible: la ambulancia, los médicos y los médicos forenses completaron sus roles con eficiencia maquinal, y fui enterrado sin pompa o circunstancia. Mi hermana Morticia llegó desde Londres. A ella le encantaba este tipo de cosas, pequeña arpía macabra. Le encantaba planificar el funeral suntuoso, aceptar las condolencias con una sonrisa amable, digna, y siempre algo temblorosa; erguida y elegante en su vestido ajustado y con el espectacular sombrero en el podio del encomiador. Ella se encargó de escribir y publicar mi manuscrito final [junto a un prefacio triste, corto y pretencioso escrito por Morticia].
Por cierto, el libro tuvo un moderado éxito en ciertos círculos, mucho más que mis novelas anteriores. Una pequeña revista literaria de Connecticut alabó el discreto optimismo de la escena final, mientras ella bebe su café negro. Lo llamaron "un tranquilo final feliz".
No, la ironía no se entiende. Es una burla cruel, y no es divertida, y ciertamente no es el acto de un caballero. Lo único que puedo decir es esto: el mercenario experto de medio pelo que consideró adecuado terminar mi historia de esa manera, ha ganado con creces el trivial, innoble final reservado para él.
Notas del Traductor:
* y así fue que ella se perdió de mí - could be: "y así fue que la perdí", but the first one in Spanish means that both of them lost each other, as I understand: "and she was lost to me."
*Mi hermana Morticia [I added her name here for clarity, due to the translation:in English it is implied in "herself"].