Virginia Vidal
Nació en Santiago de Chile.Dolor de padre
Pintor Eduardo Carvallo, secretario de la Asociación de Pintores y Escultores de Chile, pasaste miserias, pero no fuiste doblegado. Viviste en una estrecha pieza-taller de una casona en calle Londres, cerca del Palacio de la Risa, donde torturaban a los presos políticos. Plasmaste los dolores de un pueblo Cuadros hasta debajo la cama. Sin más luz que la de una ventana que daba a un patio invadido de murciélagos.
Con qué orgullo viste a tu hijo Camilo asistir a una de tus exposiciones. El bello muchacho crecía ganando días a la rara enfermedad que lo acechaba desde la infancia Había terminado el liceo e ingresado a la Universidad. Tú confiabas en conseguir un tratamiento en Viena donde había esperanzas de curación.
La solapada muerte te jugó la trampa y rompió tus sueños. Eduardo, no resististe la pérdida y el día del entierro, en el cementerio, pediste te dejaran un momento solo junto al ataúd de tu hijo.
Ahí mismo te mataste.
Recuerdo tu sonrisa, tu gentileza, tus planes. Llegaste un día a mi casa con otros pintores muy jóvenes y muchos cuadros: una gran muestra que esperaban exponer en Mission de Estados Unidos. Tengo el que me regalaste de tu serie Postales de Chile, donde fijaste los restos de Lucía Vergara. Lucía, presa, torturada, expulsada del país, reingresó de manera clandestina
Tu memoria, Eduardo no puede borrarse.
Amor ardido
En memoria de Eduardo Miño, víctima de la asbestosis por su trabajo en la industria Pizarreño, no fue oído; se quemó a lo bonzo frente a la Moneda el palacio de gobierno, el 30.11.2001.
“Mi corazón que desborda humanidad no es capaz de soportar tanta injusticia.” E.M.
Desató nudos —mutilaron al chasqui— ardió recado.
Hasta el sol de hoy, —chapado en asbesto— nula respuesta.
Si alguien te piensa, rocío sudan las rosas, gotean las estrellas.
Pulmones sin aire —iniquidad rebaja—, niega pan, vida.
En tu pecho no late un ave azul, arde el dolor.
Ardidos huesos, onda negra pudre el mar, las piedras sangran.
Samurai y bonzo incendias sueño y médulas, talas consuelo.
Cuchilla al vientre, torrente de luz puro, candil ardido.
Cayó compuerta, justicia de ojos huecos, asfixia de sótano.
Te pienso solo, te contacto herido, suicida heroico.
Plaza vacía, sorda y muda Moneda, plaza madrastra.
Chispa enamorada, la roña de lo oscuro y burla incineras.
Enciende, fuego, de esa voz acallada su dolor e ira.
Pasos de lluvia un corazón anegan, tronchan sus venas.
Arde coraje. Hornacina del alma. Plaza funesta.
Niña-perro
Cuando el novelista Carlos Droguett publicó Patas de Perro, causó incredulidad y asombro su protagonista mitad niño, mitad perro, ese Bobi capaz de pensar y decir cuánto le causaba ese cuerpo suyo contrahecho. La crítica se hizo cruces por ese fruto de la imaginación creadora que trascendía las fronteras de la crueldad creando un símbolo de la trasgresión, una perfecta metáfora de la marginalidad. Pero ni al Droguett provocador ni a sus lectores se les ocurrió jamás que la vida misma pudiera brindarle a este país una niña-perro viviente que traspasa los límites hasta omitir el lenguaje humano, para expresarse con ladridos de perro, esquivando todo contacto con los seres de su especie, decidida a ser sólo parte de la leva.
El año 2005 del siglo XXI, una criatura humana de ocho años, Giovanna, en el antejardín de una casa de Villa Los Claveles de Maipú, camina a cuatro patas y no habla, sólo ladra. Durante casi mil días, los vecinos han sido testigos inanes e impotentes de cómo la chicuela descalza y cubierta de piojos comparte la comida con su perro “Oso” y cuando sale a la calle, no se junta con otros niños sino que se une a los perros vagos y come lo mismo que éstos rastrojean.
La madre de Giovanna trabaja de noche y duerme de día. No maltrata a su hija, pero vive como ausente de la realidad. La pequeña estuvo dos años en un colegio de Maipú. Repitió primero básico, no la volvieron a matricular y tanto la orientadora
Odio de clase
El odio de clase existe y los potentes saben ejercerlo. No hay religión ni mandamiento que lo aplaque. Más que discusión y retórica, es acción.
La más impresionante muestra de lo que pueden hacer las damas enfurecidas para vengarse del miedo que les causa una acción revolucionaria, la estampó la bisnieta de don Andrés Bello, la escritora Iris, es decir Inés Echeverría de Larraín.
Ese recio miedo a perder el poder puede hacer olvidar en
Cuenta Iris que en su juventud, al término de la guerra civil del 91, rompiendo con todas las normas y buenas costumbres, salió a las tres de la mañana con las demás damas de su entorno para celebrar la caída del presidente Balmaceda:
"Salimos todas a la calle y me enfrento a una ciudad enloquecida. Una poblada hace pedazos un gran busto de Balmaceda. Varias mansiones son saqueadas. Al pasar por Amunátegui con Catedral, veo el hermoso palacio de la Alhambra de don Claudio Vicuña, invadido por una turba que arroja desde el segundo piso un piano de cola que cae al suelo y con estupor diviso a mi cuñada que aviva los desmanes, se sube al piano y con cierta elegancia alza la cola de su vestido y gracias a los nuevos calzones con blondas y abertura para no tener que bajárselos cuando estamos apremiadas, defeca sobre los restos del otrora hermoso piano exclamando: ¡Para que nunca más, bastardo, hijo de Satanás, puedas librarte del mal olor de tu alma! Todos la aplauden mientras a nuestro alrededor siguen cayendo muebles, cuadros y objetos de arte..."
Esa impúdica descarga sobre el piano es la pestilente metáfora sólo comparable a las maniobras de las damas francesas que caminaban entre los cien mil cadáveres de la Comuna de París. Ellas revolvían las conteras de sus quitasoles de encaje en las órbitas de los comuneros muertos para reventarles los ojos.