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Sabado, 3 de Mayo de
2025
Argentina

Paula Parabúe

Licenciada en Psicología UNLP y lectora empedernida, no necesariamente en ese orden.
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Gigante

Tenía que prestar atención para distinguir la silueta de los árboles, pero casi todo lo que podía ver por la ventanilla del auto era una sugerencia de azul, violeta y negro. Salvo por tranqueras que duraban un segundo antes de desaparecer, y salvo por las estrellas.
Mamá y papá discutían en el asiento delantero pero intenté no seguir el hilo de sus palabras. En cambio registraba las voces como títeres en un teatro de sombras chinas; sombras azules, violetas y negras.
La ruta que nos devolvía a casa estaba vacía y mientras discutían miré por la ventana y se me ocurrió que no hacía falta que haga otra cosa. Pensé que yo estaba en otro lado, como en aquellas sombras negras a lo lejos, quizás un monte de cipreses…
Entonces lo vi, y era inmenso como había leído que eran las montañas, y más terrible que todas las sombras que conozco. Sentado y encorvado, vencido. Un brazo estaba en alza cuando cruzamos miradas,  y la cara se le tallaba en líneas de piedra. Apenas volvió la cabeza para encontrarme y supe que era la criatura más triste que había visto.
Que he visto, todavía.
No más de unos segundos nos miramos, y no pude entenderlo tampoco a él, que me quitó los ojos de encima para seguir el movimiento de su brazo; de su mano que se cerró cansina sobre una estrella, atrapándola. Tuve que girar el cuello para ver los últimos segundos, para llegar a ver como con la misma inevitabilidad que curvaba su espalda, el gigante se llevó el

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puño a la boca y comió su captura.
Y grité, grité, grité hasta aturdirme, hasta arderme los ojos. Hasta que frenaron el auto y mamá me abrazó. Pero no pude explicar, ni entonces ni todas las veces posteriores que quisieron o demandaron una respuesta. No pude explicar la terrible tristeza que se me había metido dentro.
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