Mireya Keller
Nació en Santiago de Chile y reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Filosofía por la Universidad de Chile y en su carrera literaria ha obtenido numerosos premios.Rubén
Sobre Cuatro girasoles, Vincent Van Gogh
Los vi en una vidriera del centro. Me sorprendí. Era una reproducción, por supuesto. Los girasoles parecían flotar desvalidos en un pantano azul y verde. Como el que está a la orilla de la zanja donde cayó Rubén. Entonces el verano terminaba. Todo el horizonte estaba lleno del campo de girasoles que encubría con ese peculiar manto verde y amarillo el paisaje que se divisaba desde la quinta. Esas vacaciones habían sido muy revueltas. Desde el inicio. El clima, la familia, todo. Hasta que terminó con esa noche sin ruidos ni estrellas. La oscuridad era casi absoluta. En el lugar donde desapareció Rubén solo quedaron cuatro girasoles, traídos quizás por el viento, desafiantes, casi secos, como si alguien los hubiera olvidado a propósito, como para dejar algo. Tal vez un recuerdo violento.
Texto que forma parte de la sección Cromofonías del libro de microficciones Subirse al micro.
Cromofonías fue una especie de Cita en las diagonales: el entrecruce entre pintura, diseño y literatura.
El encuentro
Me ofreció su mano. Dudé en estrecharla. Había pasado demasiado tiempo. El rencor corroe como un gusano haciendo huecos bajo la piel. Éramos amigos desde el colegio. Nos escapábamos de las clases de biología porque a ninguno de los dos nos gustaban y después aparecíamos con caras de santurrones. Pobre de la profesora si nos decía algo. Nadie nos sacaba de nuestro mutismo. Estábamos, claro. Sentados en la última fila. Como de costumbre. Habíamos ido al baño, primero uno y luego el otro, necesidades urgentes. Lo único que podría habernos delatado eran nuestras miradas cómplices. Por eso entrecerrábamos los párpados, parecíamos muy concentrados. Siempre resultamos ilesos. Crecimos fuertes, los dos. Hasta que apareció Ángela. Angelical, para mí. Con armas femeninas, para él. Caí como tortolito. Él se resistió. Ángela se divertía, con los dos. Hasta que él no aguantó. Tomó el toro por las astas, así dijo. Y de un día para el otro, él estaba casado con Ángela y sus armas femeninas. Nunca más los vi. Hasta ayer. Lo encontré en esa calle por donde nunca paso. Me ofreció su mano. Dudé. Un remezón fuerte. Hasta que extendí la mía. Su apretón dolía pero me aguanté.
La madre
Lo acunaba, lo arrullaba, le cantaba, ajustaba la manta celeste sobre el cuerpito frío para darle más calor. Solo las lágrimas que caían por su rostro, sin descanso, en silencio, delataban que ella sabía. Su mundo se había detenido en ese instante. Nada más existía. Siguió acunándolo, arrullándolo, cantándole
Dijo poco hombre
Eso dijo. Poco hombre, maricón. Usted me entiende señor Juez. Tenía que defenderme. Salvar mi honor. Por eso busqué el martillo. Claro que le pegué fuerte. Pero la maldita seguía gritando. Hasta que saqué el facón, el grande, de hacer asado. Y por fin.
Gracias señor Juez.
Su comprensión me conmueve.
Forma parte de la Antología
¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género
Traducido al alemán para Revista ILA y al francés para el libro virtual Lectures’Argentine2