Juan Pedro Aparicio
Juan Pedro Aparicio nació en León. Estudió Derecho en las Universidades de Oviedo y Madrid. Especialista en Comercio Exterior fue durante años responsable de Internacional de una empresa de alimentación. De 2005 al 2009 ha sido Director del Instituto Cervantes de Londres.(Para Lola, con todo el odio del que puede ser capaz un hombre enamorado)
El número seis se repetía acaso demasiado en su teléfono como para que no tuviera algún vínculo con el Diablo.
Me mostró lo que yo más deseaba ver. Me dejó tocarlo. Me dejó acariciarlo. En la entrada había como una mariposita muy delicada y tierna: la besé.
Me dejó entrar.
Nunca jamás pude salir de aquel infierno.
–Recuerdo ahora –dijo lord Linslade– el caso de aquel juez que tuvo que ocuparse del suceso más extraordinario jamás ocurrido en los ambientes de la alta cocina londinense, si se me permite hablar así. Y precisamente una de las protagonistas era compatriota de nuestro querido embajador de España, dueña con su marido de un restaurante en la mejor zona de Kensington; según parece, una cocinera extraordinaria. El
(Del libro London Calling, de próxima aparición)
Los médicos, al cabo de un tiempo de tenerlo en el hospital, aconsejaron que volviera a casa, pues solo cabía esperar que el ambiente familiar consiguiera el milagro de recuperarlo. Pero pasaban los días y no mejoraba, de modo que a su alrededor había ido creciendo un ambiente de gran desesperanza.
Luisa, una compañera de colegio, de apenas quince años, acudía a visitarlo. A solas con él, le leía poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y le hablaba. Su voz, muy animosa, parecía negar la existencia de la tragedia, recuperando para la casa un cierto aire de normalidad.
Uno de esos días, precisamente aquel en el que Luisa estaba más desanimada por el escaso fruto de su empeño, acarició a David largamente la frente en un gesto que acaso fuera el de una inevitable despedida. Le pareció notar entonces que la sábana se movía como empujada por el diminuto mástil de un circo.
Alegre y confusa, y también asustada, gritó para que vinieran los padres del chico.
–¡Se mueve, se ha movido, lo he visto!.
-¿Cómo que se mueve? ¡no se mueve -dijo el padre, entre irritado y frustrado –. Soy partidario de desconectarlo y que deje ya de sufrir –añadió abatido.
-¡No, no lo haga! –le suplicó Luisa.
Volvió al día siguiente y repitió sus caricias, y al otro y al otro, siempre sin resultado. Al cuarto, se atrevió por fin a meter su mano debajo de la sábana y comprobó, no sin gran turbación, que lo que tocaba estaba muy vivo, ¡muy vivo y gozoso! Pero ¿cómo decírselo a sus padres? (continuará).