Campo minado
Sigiloso, apoya el pie y aguarda unos segundos. Es seguro seguir avanzando. Elude otro montículo; mientras tanto, conversa. Responde con soltura cada inquietud de su interlocutor. Incluso, hasta ahora, lo está disfrutando. El interrogatorio parece no acabar nunca, pero tiene cintura —pudo ser boxeador, se dice— para esto de esquivar las situaciones riesgosas. Está por concluir el tiempo y ya se imagina ileso en la otra orilla, cuando le asestan una pregunta fatal que lo hace trastabillar. Después, es cuestión de segundos para que las piernas tiemblen y tropiecen en dominó. Esa muerte prematura del hermano menor ¡BUM! El perro de la infancia atropellado por un auto justo el día de su cumpleaños ¡BUM! La novia que lo dejó con los anillos del compromiso en el saco mientras se mandaba a mudar con su mejor amigo ¡BUM! Todavía aturdido y con la mente llena de esquirlas, se escucha pactar con el analista la cita de la semana siguiente. Le habían dicho que hacer terapia podía ser fuerte. Boxeador —sigue pensando— habría dolido menos.