Alberto Benza
DIVERSOS MALES
Por: Diego M. Eguiguren
Para todos los vecinos él era una suerte de conserje. Sus antecedentes le impedían conseguir algo mejor. Esa madrugada —para variar— la vio: aquella dama derrochaba ambrosías de camino al ascensor. Con sigilo, fue tras ella. Aspiraba a cogerla con voracidad y exaltación. Ya no tenía nada que perder: corrió y, con fiereza, la tomó de sorpresa.
—¡Suéltame, papá! —gritó ella.
El sexagenario, lamentablemente, ahora también sufría de sordera.
SERVICIO DOMÉSTICO
Por: Martín Gardella
Cada mañana, el viejo la espera con una taza de leche tibia sobre la mesa de la cocina. Ella, siempre obediente, bebe cada pequeño sorbo mirándolo con provocación. Cuando la taza queda vacía, la joven limpia sus labios blancos jugueteando con la lengua. «Así, ¡hasta la última gota!», suplica el patrón, que quisiera masturbarse pero ya no puede. Ella lo consuela desabotonándose levemente el uniforme mientras plancha sus camisas.
TESTIGOS MUDOS
Por: David Roas
Follar en una cama rodeada de muñecas antiguas no resulta nada acogedor. Mejor no mirarlas. Temes por tu erección.
Tumbado boca arriba, lames suavemente su clítoris; su experta lengua recorre tu pene.
Al llegar su orgasmo (el tuyo explotó hace rato), tus ojos se posan en las muñecas. Como cuervos en una gradería, parecen vigilaros. Aunque lo peor es la mueca de envidia que se dibuja en sus caras.
AMIGO FIEL
Las manos de Jimena deciden tocarse sus muslos, abrirse la blusa, acariciarse los labios. Frente a ella, Lucas la observa impaciente, entreabre los ojos, se acuesta a su lado. Jimena acaricia su frente, le rasca la oreja, lo jala hacia ella. Un quejido se escucha, sus piernas se abren lentamente, siente su aroma y le gime despacio. Se rinde, lo único que consigue es que Lucas le ladre incansablemente.
Luisa de espalda, desnuda, se masturba con algo que no logro distinguir desde esta mirilla. La piel blanca, exageradamente blanca, los pliegues fofos de una carne limpia, el gemido cortito, contenido. La vocación un imposible, el placer una hendija, y eso que no se ve entra y sale a un ritmo constante.
Sobre la silla, la vestimenta arrugada, negra y blanca, que usan las monjas para la profesión perpetua.
DISCRETO ENCANTO
En la oscuridad siento cómo ella se arroja sobre mí, obligándome a recorrer su cuerpo. Cierra mis ojos con un beso voraz que dispara mis sentidos. Escucho entre los besos un leve gemido apagándose con lentitud. Mis manos avanzan sobre sus muslos desnudos, elevándose, sujetándola con fuerza, como para alcanzarla, retenerla. Y no nos importa que él se encuentre a un lado. Después de todo, ya no puede vernos.