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Marina Recalde

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Razones de una elección

Hace algunos años, fui invitada a participar de un Coloquio, en homenaje a la conmemoración por los veinte años del fallecimiento de Jacques Lacan. En esa ocasión, contaba cómo había sido mi encuentro con Jacques Lacan. Ese texto se publicó en un libro llamado Lacan Argentino. Invitada por Cita en las diagonales, y al recorrer sus artículos, en particular sobre el tema de las vocaciones, recordé ese texto, que a pesar de los años transcurridos, sigue teniendo vigencia. Para esta ocasión entonces, extraeré algunos fragmentos que me permiten transmitir hoy por qué, diez años después de aquel escrito, y a treinta años del fallecimiento de Lacan, siguen siendo aquellas las razones por las cuales elegí y elijo la orientación lacaniana en mi práctica como psicoanalista.
Razones que "supe" después, en un apres-coup que permite resignificar parte del camino andado, camino no exento de dudas y desaciertos, como todo camino recorrido.
Como afirmé en ese entonces, no conté con la suerte de conocer a Lacan personalmente, pero sí tuve y tengo el privilegio de haber podido acceder a su enseñanza.
El psicoanálisis entró en mi vida desde muy temprano. Mi primer análisis fue en la infancia. Era una niña, dicen, "muy despierta". A tal punto que no dormía. El mito familiar cuenta que no le dirigí la palabra a la analista en todo el año que duró el tratamiento. Sin embargo, algo pudo escuchar en ese decir sin palabras con el que me presentaba. Comencé a dormir. Un alivio para todos. Me incluyo.

Hoy puedo pensar los efectos de ese primer tratamiento como uno de los mojones que me permitieron ingresar años después a la Facultad de Psicología.
Momento además del retorno de la democracia después de varios años de horror, y momento también de militancia solidaria, factores que volvían necesario hacer "algo por los demás". El entusiasmo era mucho y, aunque de manera contestataria (a veces en exceso, debo reconocerlo), puedo pensar hoy que en ese entonces era mi modo de estar despierta frente al discurso universitario. Si bien este modo de relación con la verdad luego fue cambiando, no implicó sin embargo claudicar frente a ciertos ideales que aún hoy siguen vigentes.
Corría el año 1985 y llegó a mis manos Benveniste. Mi vida empezaba a saborear la democracia, la ropa de colores estridentes, las hombreras altísimas y Charly García en la cancha de Ferro.
A todas luces me parecía un despropósito tener que relegar a Benedetti y a Galeano para leer sobre abejas, más precisamente sobre "Comunicación animal y lenguaje humano". Lo que recuerdo de ese texto es una idea que me marcaría para siempre: las abejas, a diferencia de los seres humanos, no pueden detener su danza una vez que la empezaron y la repiten siempre igual. Las abejas no hacen chistes. Debo decir que los chistes freudianos no me resultaban en absoluto graciosos pero sin embargo ya no podía retroceder: me había confrontado con el malentendido y mi elección por el psicoanálisis había empezado a encaminarse.
Un consejo de un analista muy querido y respetado precipitó una decisión: meses después comenzaba mi primer grupo de estudio, como no

podía ser de otro modo, sobre "El caso Dora". El nombre de Lacan resonaba en mis oídos pero, quizá todavía imbuida por un viejo resabio de la militancia universitaria, "primero había que leer a Freud, por Freud y desde Freud" para después, mucho después, llegar a Lacan. Enunciado que intentaba hacer creer que, aun si la lectura "pura" fuera posible, el retorno de Lacan a Freud implicaba una distorsión de la letra freudiana.
De más está decir que esa frase fue alimentando mi deseo de acercarme a los textos de Jacques Lacan. Mi curiosidad fue en aumento. En la facultad ya se escuchaba hablar de Jacques-Alain Miller y ya nos hablaban del sujeto dividido, del Edipo, del Nombre del Padre y la castración. La mujer "no existía", lo que me resultaba enigmático y divertido, en especial por los efectos de irritación universitaria que producía. Mi oído empieza a habituarse a los decires del Simposio del Campo Freudiano, de Seminario Lacaniano y, muy especialmente, del Seminario de Psicoanálisis, donde comienzo a tener una participación activa desde sus orígenes. Decires todos que terminaron de despertarme y que reafirmaron una decisión: quería ser "una analista lacaniana".
No sé si es cronológicamente exacto lo que voy a situar. Lo que sí sé es que es subjetivamente acertado lo que recuerdo como el impacto que me produjo la lectura de "La significación del falo", texto riquísimo, donde cada párrafo exige especial atención y detenimiento. Allí Lacan indica: [... ] el sujeto, lo mismo que el Otro, para cada uno de los participantes en la relación, no pueden bastarse por ser sujetos de la necesidad, ni objetos del amor, sino que deben ocupar el lugar de causa del deseo. Esta verdad está en el corazón, en la vida sexual, de todas las malformaciones posibles del

campo del psicoanálisis. Constituye también en ella la condición de la felicidad del sujeto, y disimular su hiancia remitiéndose a la virtud de lo "genital" para resolverla por medio de la maduración de la ternura [...], por muy piadosa que sea su intención, no deja de ser una estafa".
Subrayaré aquí una anotación al margen, hecha por mí misma, en ese entonces: "En este texto, Lacan da cuenta de la relación entre la posición hombre y mujer. La relación sexual no existe". Fue un hallazgo esperanzado y revelador: hombres y mujeres podían encontrarse soportando y, más aún, sosteniendo las diferencias.
Descubrir a Lacan fue el encuentro con un decir que implicaba que era pensable soportar la diferencia de un modo distinto de aquel del cual, proviniendo del Otro, me había apropiado.
El decir de Lacan señalaba un camino, inédito pero posible, que enseñaba que las marcas pueden condicionar pero no condenar.
El psicoanálisis fue para mí una salida posible frente a aquello que, por ra-zones particulares que no vienen al caso, me situaba en un impasse en la relación con el Otro. Y fue también lo que después de varias vueltas, y de muchos años, me permitió constatar que había otra salida, y que es posible reírse un poco –un poco- de algunas cosas de la vida, para que esas cosas no terminen riéndose de uno.

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