Emilio Vaschetto
Puede escribir sus comentarios aAlguna vez leí en una entrevista que le realizaron a Adrián Iaies que el jazz es el arte de lo no dicho. Me pareció una definición extraordinaria. De qué manera se puede, mediante un procedimiento artístico, no-decir algo.
Mientras los críticos se ufanan en hallar el sentido de las obras, en descubrir su significación, algunos artistas se encuentran en versus, en un movimiento continuo dan la recherche de la identidad de percepción.
Tengo bien presente, que una de las cosas que me salvaban de la angustia durante mi niñez era leer durante las horas del dormir, ya sea cuando me obligaban a hacer la siesta (y aprovechaba un rayo de luz furtivo que se colaba a través de la persiana de la habitación) o en el sueño nocturno. Particularmente con este último no soportaba el vértigo que me producía el dejarme caer a los brazos de Morfeo.
Detalle no menor era el hecho de que compartía el cuarto con mi abuela quien debía inducir su sueño con pastillas… e inducir a retos el mío también.
Así, esperaba ansiosamente que esa hipnosis artificiosa llegara a mi compañera para prender la lámpara cuidadosamente al pie de la cama y leer con un reflejo que no perturbase el dormir de al lado.
Al gusto tramposo de la lectura, luego se sumó la escritura de cuentos, o mejor decir, parodias de fábulas conocidas; mi vocación era la de mostrar a mi madre los logros de esos escritos. Pero bastó con que la insistencia materna se volcara hacia ese ejercicio para que yo no volviera a escribir
ese tipo de cosas y más aún, desarrollara cierta inhibición para la prosa.
Al mismo tiempo, un acontecimiento vendría a marcar mi niñez: escuchar la grabación de un hombre moribundo que enuncia un último deseo, condensándose allí el registro distorsionado de un medio fonográfico precario y la voz –al mismo tiempo- agónica y resonante.
Ver a mi madre arremeter contra las cuerdas de una vieja guitarra me resultó un acontecimiento sonoro de matices imprevistos. La música salía diariamente de un combinado Ranser sin discriminar géneros ni identidades: Bach, Mozart, Schumann, Julio Iglesias, Club del Clan, Guaguancó… Pero hasta ese entonces no había escuchado tocar a mi madre aquel instrumento.
Tenía unos nueve años y le pedía insistentemente que me enseñase a poner los dedos para apoyar esos acordes que sonaban con el trasteo propio de la falta de práctica.
Con cierto desinterés e inobservancia intentó enseñarme a practicar, pero a poco andar se encargó de buscarme alguien que pudiera encauzarme en el ejercicio del instrumento.
Tengo así bien presentes dos recuerdos articulados a la Voz: la resonancia de las cuerdas de la guitarra tocada por mi madre y el canto, con su voz disfónica producida por el tabaco.
Fue una de las pocas cosas en las que ella no insistió. El componente iterativo, como dije, era una de las versiones más superyoicas que he padecido (a punto tal que podría establecer una relación de identidad diciendo que lo iterativo es superyoico).
Al año de dedicarme de manera entusiasta a las clases de guitarra, ya estaba componiendo mis propias canciones. Uno de mis primos me acompañaba con su voz fina y afinada.
Volví de esa manera a escribir, pero solamente deseando combinar los sonidos, despreocupándome (sin saberlo) del sentido de las palabras, intentado entonces bordear un vacío (sabemos que para Lacan el arte es un modo de organización en torno a un vacío). ¿De qué vacío se trataba? De la muerte, de lo innombrable del sexo, de lo inefable de mi presencia en el mundo.
Al poco tiempo ya integraba mi primer grupo de música (Playback), luego vendrían otros (Pacman, Subsuelo) y de manera más rigurosa se sucederían aquellas bandas que luego con el tiempo formarían parte de la historia del rock cordobés (Los profetas, Navarros), algunos más irreverentes como Sostén (nombrado por la crítica justamente como "rock irreverente") y otros cubiertos de un eclecticismo de vanguardia (combinando el noise con la poesía trash) como San Emiliano.
Según cuenta Thurston Moore (guitarrista de Sonic Youth), una vuelta le preguntó a Neil Young qué música escuchaba durante las giras, y éste le respondió que no escuchaba música, que lo que prefería hacer era más bien abrir la ventana y escuchar el tránsito y el viento.
Podría decir, que tiempo después de haberme dedicado profesionalmente a la música (haber vivido exclusivamente de ella durante mis años de universidad, luego de haberme alejado de mi casa materna), me despreocupé de la ejecución de mi guitarra y me dediqué a encontrar quot;el"
&sonido. Nuevas composiciones aparecerían, aunque escuchadas con otra claridad; sin embargo, una grabación en estudio con mis propias canciones quedaría inconclusa. Al igual que Reynolds lograría mi primer Blanc tape.
"Lo que me parece bello -escribe Flaubert en una carta a Louise Colete-, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo, del mismo modo que la tierra se sostiene en el aire sin que nada la sujete; un libro que apenas tendría argumento o, por lo menos, cuyo argumento sería casi invisible, si algo así es posible. Los libros más bellos son los que tienen menos materia…". Y continúa en otra carta dirigida a dicha mujer, "Pero yo concibo un estilo: un estilo que sería bello, que alguien practicará algún día, de aquí a diez años, o de aquí a diez siglos; un estilo que poseería ritmo, como lo tienen los versos; un estilo que sería preciso como el lenguaje de las ciencias, y con unas ondulaciones y unos ronquidos como los del violonchelo y el temblor de las llamas..."
Hoy puedo saber que tras esos sonidos, tras el goce de esas resonancias y fuera del sentido, encuentro viento. Eso que zumba en mi oído y me empuja a escribir.