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Daniel Millas

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El amor puesto a prueba en la experiencia analítica

Constituye una condición propia del amor el tener que dar sus pruebas. Probar justamente que se trata de un amor verdadero. Y si esto es así es porque  existen también amores engañosos. Falsos amores que desfallecen rápidamente con la luz del nuevo día, con las primeras exigencias o con los avatares que alteran  el hipnótico espejismo de las miradas.
El amor es puesto a prueba de  una u otra forma  y se cree que si las supera a todas nos terminará  por brindar algo. Ese “algo” puede llegar muy lejos. Desde el sentido de la vida, hasta la existencia misma de Dios...
Sin embargo, hubo una época donde  la exaltación del amor junto a la puesta a prueba de su verdad, hallaron  una expresión  refinada y gloriosa.
A finales del siglo XI, acontece un fenómeno inédito dentro de la literatura medieval. Se trata de la aparición de la lírica trovadoresca. Poetas dedicados a dar forma a un concepto nuevo del amor: el amor cortés. Creación de un verdadero culto, que lleva a la idealización extrema de la mujer elegida. La  Dama en cuestión, es objeto de toda clase de homenajes y el enamorado le tiene una devoción  similar a la que un campesino podría sentir por el señor feudal.
Lo particular de esta relación amorosa es que la Dama  se mantiene como un ser frío y lejano. Es inaccesible y está poco dispuesta a recompensar todos los esfuerzos y sacrificios que se le dedican.
Este amor es paradigmático en lo que se refiere a dar sus pruebas, ya que se sostiene y encuentra allí  su  fundamento. La fidelidad incondicional, la

espera, la superación de las tentaciones de la carne, constituyen sus condiciones insoslayables. Condiciones que tendrán  además, un lugar muy preciso en su práctica. En la etapa última de la pasión amorosa, la Dama va a someter al enamorado a la prueba mayor que le será dado superar. Se trata del “assag”, la prueba heroica de castidad que se concretará en el lecho. En la íntima proximidad con su objeto de culto deberá resistir y triunfar sobre la ardiente pasión de los cuerpos.
Así, la promesa y  el encuentro siempre evitado o postergado, van a constituir la garantía, la marca de un amor que podrá entonces decirse verdadero.
Esta forma de amor no se agotó en un género literario. El amor cortés dejó una impronta y a través de los siglos transmitió su incidencia en las costumbres y en los modos de conformación de las relaciones amorosas entre los sexos.
¿Ahora bien, porqué el psicoanálisis se interesa por el amor? Simplemente porque consideramos que nuestra práctica, es fundamentalmente, una clínica bajo transferencia. Si la operación analítica tiene una chance de incidir en el goce del síntoma, la misma dependerá  de la posición que el analista asuma en la transferencia. De allí la responsabilidad tan especial que le concierne, en cuanto a las consecuencias de sus intervenciones.
Al comienzo de su práctica Freud creía en la curación por el saber. Pensaba que el analista podía mantenerse como un aliado del paciente en la búsqueda de un saber sobre el sentido oculto de los síntomas. Creía en la curación epistémica y el elemento transferencial se le presentaba poco evidente. Sin embargo no tardará demasiado tiempo en constatar a partir

de los impasses que se le presentan en las curas, que el analista forma parte de la experiencia como un objeto libidinal privilegiado. Desde las interrupciones intempestivas, pasando por las explicitas demandas amorosas, hasta la patética Reacción Terapéutica Negativa, todo le indica la importancia de este nuevo objeto que es el analista.
Vemos entonces que entre 1912 y 1916 Freud no deja de trabajar y elaborar esta problemática. En 1913 articula la relación entre transferencia e interpretación, mostrando que la eficacia de la misma no es ajena a su emergencia. El paciente nos dirá “sufre por su no saber” ¿Pero de qué saber se trata? Nos advierte que a menudo la transferencia basta por si sola para eliminar el padecimiento por sus efectos de sugestión, pero solo es posible hablar de análisis si ha servido para vencer las resistencias y permitirle acceder al paciente a ese saber que le resultaba ajeno.
Ubica en un primer plano la dimensión del amor impuesto por la situación analítica y termina por interrogar las respuestas posibles ante esta encrucijada. Nos dirá que exhortar al paciente a sofocar lo pulsional, a la renuncia y a la sublimación, no será un obrar analítico, sino un obrar sin sentido. Sería como conjurar un espíritu del mundo subterráneo y luego enviarlo de nuevo sin preguntarle nada. Llamar a lo reprimido para reprimirlo de nuevo. Se pregunta también si se puede llamar auténtico a ese amor que deviene manifiesto en la cura  y responde que si bien está provocado por la situación analítica y es usado por la resistencia, no se le puede negar su carácter genuino ya que finalmente todo amor es una reedición de reacciones infantiles.
Sin embargo, sitúa con claridad que la respuesta analítica no tiene ningún modelo en la vida cotidiana. Reconducir la demanda de amor hacia la

elaboración de saber constituye una posición ética que va a marcar lo propio de la experiencia del análisis.
Reencontraremos esta posición en la última enseñanza de Lacan, cuando en 1973 en su texto “Introducción a la edición alemana de los escritos” afirma:
Es por ello que la transferencia es amor, un sentimiento que adquiere allí una forma tan nueva que introduce en él la subversión, no porque sea menos ilusoria, sino porque se procura un partenaire que tiene posibilidad de responder, no es el caso en las otras formas. Vuelvo a poner en juego la buena suerte -bon–heur-, salvo que, esta posibilidad, esta vez viene de mí y yo debo proporcionarla”.1
Lacan le otorga un lugar fundamental a la dimensión del amor en la cura, estableciendo en diferentes momentos de su enseñanza las relaciones entre el saber inconciente y el amor. Ya se trate de la función del “agalma” del seminario  “La Transferencia”, del Sujeto Supuesto Saber del Seminario  “Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis”, o de la función especial que le asigna al amor en el Seminario  “Aun” cuando afirma que el amor es lo único que puede establecer una mediación entre los S1 solos, es decir, entre el goce autoerótico y el Otro. Tenemos entonces una articulación precisa y determinante a partir de la cual se anudan el amor, el saber y el goce en la experiencia analítica.
Para poder avanzar sobre esta articulación es preciso tener en cuenta que la operación analítica tiene como mira la relación existente entre el decir y el cuerpo, es decir, aquello que en la clínica psicoanalítica denominamos

1 Jacques Lacan, J. (1973). “Introducción a la edición alemana de los Escritos”. ‘Uno por Uno, Revista Mundial de Psicoanálisis’, nº 42, 1995.

pulsiones. Esta relación la instituyó Freud a partir de considerar al síntoma como un modo sustitutivo de satisfacción pulsional.
El concepto de pulsión tal como lo entiende Freud supone tomar en cuenta una exigencia constante de satisfacción  implicada en determinadas zonas del cuerpo, que debemos diferenciar  de cualquier necesidad de orden biológico.
Si Freud emplea el análisis gramatical para dar cuenta de los avatares libidinales del sujeto es porque lo que está en juego nada tiene que ver con la noción de instinto. El circuito pulsional encuentra en el cuerpo el comienzo y el final de su recorrido en búsqueda de satisfacción. Por esta razón pensar el síntoma como un modo de satisfacción pulsional sustitutiva implica una referencia al cuerpo ineliminable.
Se trata entonces de un cuerpo exiliado de la naturaleza. Recordemos que el descubrimiento freudiano se funda a partir del cuerpo histérico, del rechazo del cuerpo a obedecer a un saber natural.
Lacan por su parte define a las pulsiones como el eco en el cuerpo de que hay un decir 2. Definición que se torna solidaria con la idea de pensar al síntoma como un acontecimiento del cuerpo. El síntoma está articulado como un lenguaje, pero lleva a pensar al cuerpo como un lugar de inscripción de acontecimientos discursivos que dejan huellas y que de diversas maneras lo afectan y lo perturban.
Encontramos entonces una relación de implicación contundente: no hay síntoma sin cuerpo.
Asimismo, Lacan llama cuerpo simbólico al lenguaje, en la medida de

2 J.Lacan“El Seminario, Libro 23, El Sinthome”, Paidós, Buenos Aires, 2006.

considerarlo como un sistema ordenado por relaciones y leyes internas de funcionamiento. Es entonces el lenguaje el que otorga el cuerpo al sujeto como un atributo, es aquello que le permite asumir la posición desde donde puede decirse “Yo tengo un cuerpo”. De manera que una alteración en la relación del sujeto con el lenguaje tendrá como correlato posible un trastorno en la asunción del cuerpo como propio.
Podemos afirmar entonces que el cuerpo al igual que el significante, nos resulta en principio extraño y ajeno. Es por la función operatoria del Nombre del Padre que el sujeto neurótico puede establecer un anudamiento entre el significante, el significado y el goce del cuerpo. Es decir, anudar lo simbólico, lo imaginario y lo real, restableciéndose así de un estado originario en el que lo normal como ya dijimos es la xenopatía y la fragmentación del cuerpo.
Podemos mencionar una de las diversas versiones del cuerpo poseído. Por ejemplo la entrada de Dios en el cuerpo de la que testimonian los místicos. Disponemos para ello de sus testimonios que tanto han interesado a Lacan. Nos interesa además porque en estas experiencias se pone en juego nuevamente la dimensión donde el goce se anuda al amor.
Una de las místicas más conocidas es Santa Teresa de Jesús (1515-1582), que comienza a escribir a los 40 años de edad. Sus textos, "Libro de la vida" y "Castillo interior o las moradas" intentan dar cuenta de lo que ha constituido para ella la presencia de Dios en su cuerpo. Dice Santa Teresa:
“...veía un ángel hacia el lado izquierdo en forma corporal...era pequeño y le veía en las manos un dardo de oro largo, y al final me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y

me llegaba a las entrañas. Al sacarlo, parecía que se las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada de amor grande hacia Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se me quite, ni se contenta el alma con menos que Dios...Los días que duraba esto andaba como embobada, abrazando mi pena, mas esta pena es tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que mas contento me dé. Siempre querría el alma estar muriendo de esta mal.”3
Como es sabido, Lacan se refiere en diferentes momentos a los místicos, tomando con mucho interés estas experiencias que dan cuenta de un goce que excede el dominio del falo, haciendo una diferencia radical con lo que sucede en la experiencia amorosa del sujeto psicótico.
En la Erotomanía por ejemplo, se conjuga la experiencia de goce en el cuerpo con una certeza específica: la certeza de ser amado. Como lo demostró Lacan  la lógica en juego llevará a la invención de un nuevo universo de sentido y a una verdad revelada.
Es alrededor de esta cuestión que Lacan interroga los determinantes de esa “erotomanía mortificante” de Schreber. ¿Qué clase de amor está en juego en esa relación divina con Dios? Dice Lacan “Es posible para el psicótico una relación amorosa que lo suprime como sujeto, en tanto admite una heterogeneidad radical del Otro. Pero ese amor es también un amor muerto.”4 Se trata de un testimonio en el que no hay lugar para un efecto de creación singular; porque el sujeto no tiene otra alternativa que aceptar

3 Santa Teresa de Avila,  “Obras Completas”  en santateresadeavila.com
4 “Seminario 3. Las Psicosis” Edit. Paidós. Bs. As. 1986, pag. 363.

ser la encarnación misma de la Verdad. Sin distancia ni dialéctica alguna; está condenado a una identificación plena con la Verdad. Se trata de un amor que alcanza una significación absoluta.
Como lo señaló en una oportunidad J.A.Miller, en la erotomanía se invierte el no saber en saber. El sujeto sabe lo que nadie sabe y por lo tanto en la medida que  sabe, también tiene la certeza de que el Otro lo ama. En la erotomanía al igual que en la paranoia nos encontramos con esta inversión que requiere de una posición muy particular y delicada del analista en la dirección de la cura.
El neurótico  en cambio, admite su no saber, su falta y dirige su demanda de amor al Otro. Quién asiste al encuentro con un psicoanalista, lo hace llevado por el sufrimiento que lo aqueja. En ese padecimiento la problemática del amor está de alguna manera presente. Ya sea por la decepción y el desengaño, por las traiciones y  los desencuentros, o por la dolorosa soledad a la que lleva su ausencia. Sin embargo, no es sólo el sufrimiento  el que condiciona el llamado al analista.  Se puede vivir durante años con ese malestar,  que a veces toma la significación de un sacrificio; sostenido con la oscura creencia que eso le da valor a quién lo padece. Lo insoportable irrumpe, cuando ese sufrimiento pierde en algún momento su sentido y la angustia despierta a una realidad en la que ya no hay cómo orientarse.
La demanda de análisis es por esta razón, una demanda de sentido. Es una demanda que se sostiene en una suposición, en la creencia que es posible justificar  ese dolor que se ha vuelto ajeno y enigmático.
Es en ese marco de suposición y de creencia que el amor de transferencia

se revela. Un amor dirigido a ese saber supuesto. Y si bien puede bastar para hacer desaparecer la angustia, no es la solución que conviene al padecimiento del síntoma.
El análisis es  una experiencia de elaboración de saber y la cuestión es cómo servirse de ese amor para propiciar  el trabajo que hay que hacer para obtenerlo. Por esta razón el analista no es un partenaire amoroso.
Pero si seguimos esta lógica, y en la medida que el amor de transferencia es  condición para la puesta en forma del síntoma analítico, podemos indicar la acción del analista como la de “hacer creer en el síntoma”.
Vemos entonces que el amor es el medio que anuda el goce del sujeto en un lazo con el Otro, ycuando se trata de la experiencia analítica lo crucial de ese lazo se juega en la articulación entre transferencia  e interpretación. La práctica analítica no es una mántica y la interpretación importa por sus efectos corporizados, es decir allí donde alcanza a hacer resonar el goce ignorado por el sujeto. Se trata entonces de la interpretación en la medida que tiene consecuencias, no por sus efectos de sentido, sino sobre el goce del síntoma.
Pero podemos preguntarnos si el amor ha cambiado hoy sus condiciones para establecer un lazo con el otro. Nos encontramos en una época que se caracteriza por la falta de aquellos ideales comunes que colectivizaban a la sociedad de  hace cien años atrás. El predominio del discurso capitalista y la  tecno-ciencia en la vida contemporánea  genera un empuje al consumo y a la homogenización  que  no solo genera  modalidades sintomáticas propias, sino que también tiene como contrapartida la emergencia de nuevas formas de segregación y de exclusión social. Por otra parte, surgen

cada día diversas propuestas terapéuticas que buscan responder al malestar del sujeto contemporáneo.
Hace unos meses, leí un artículo acerca de una nueva forma de terapia que en algunos países, incluido el nuestro, ha dado lugar al denominado “fenómeno Crash”. La terapia Crash consiste en lo siguiente: El denominado “cliente” es ubicado en una habitación en la que se encuentran distribuidos diferentes objetos: televisores, pantallas de PC, vasos, floreros, etc. Se lo provee de un bate de beisbol y se lo invita a romper sistemáticamente todo aquello que lo rodea. Es posible también llevar la foto de alguien en especial o un objeto que lo represente para romperlo entonces con más entusiasmo.También se filma un video que luego el usuario puede llevarse a su casa y verlo cuando quiera. Se monta de este modo una escena y dentro de ella, por unos minutos, el cliente puede sentirse el protagonista principal de un drama determinado, dando lugar a una descarga de furia supuestamente liberadora y desestresante. Sin embargo, todo es inocuo, el aparente descontrol y la liberación de la ira, no son más que un simulacro. Se provee de trajes especiales, anteojos para proteger los ojos, los objetos no tienen ningún valor, la habitación está preparada para evitar golpes, etc. Ningún riesgo, ninguna consecuencia, todo está al servicio de que se siga bien adaptado y pasivamente, continuar soportando aquello que lo aqueja. Es una  práctica que surgió como un emprendimiento privado en España, en los momentos más difíciles de su fuerte crisis económica. El emprendimiento abarca la recolección de objetos desechados, como ordenadores, televisores, aparatos de audio, botellas, etc. Hay quienes se ocupan de recuperarlos

de los residuos y luego de cada sesión de rotura, hay otros que  se encargan de separar los pedazos de vidrio, de cobre, de plástico y llevarlos a centros de reciclados. Nada se pierde, es una práctica sin restos y sin consecuencias. Romper cosas para canalizar la ira es tan antiguo como la ira misma, pero lo que tiene de contemporáneo, es darle a esto un formato e introducirlo en el mercado para crear una nueva oferta terapéutica a  potenciales consumidores.
Lo propio de nuestra práctica, a diferencia del psicoterapeuta, es considerar que en  el sentido, hay siempre en juego la incidencia de una “significación personal”  investida libidinalmente y que por eso mismo se aparta de las referencias comunes.
Por esta razón, en la práctica analítica no se trata de la interpretación donadora de sentido, como traducción metafórica de un saber escondido. Se trata más bien de la “interpretación crash”, aquella que viene a romper la articulación significante apuntando al significante solo, fuera de sentido. El síntoma se constituye a partir de un núcleo de goce que permanece opaco y pone en juego una satisfacción que no se demuestra por la articulación significante. Como lo indica Miller en “Sutilezas analíticas” 5, remite a un real que escapa a la verdad.El síntoma en tanto tal conlleva el modo de gozar de cada uno y es por lo tanto un resto absoluto imposible de clasificar. Nuestra práctica es con resto y con consecuencias.
Lacan inventó un real propio al psicoanálisis. Un real que se alcanza a través de la contingencia del amor. Es por la contingencia que en un análisis se demuestra la imposible armonía con el goce, que se encontraba velada por los semblantes del amor. Así se arriba a una certeza, que no

está dada por el acceso inefable a la revelación de una verdad, sino al goce más singular que habita en el síntoma del sujeto. ¿Qué forma de amor puede surgir de esta certeza producida en la experiencia analítica? Un amor que no es ilusión, sino decisión. Que no se basta en la ignorancia, sino en un deseo que tiene como horizonte el saber.La experiencia analítica le dejará saber a quién la atraviesa, que el lazo amoroso se funda y se sostiene a partir de un punto de vacío irreductible. Es alrededor de ese vacío, transformado por el análisis en  potencia vital del deseo, que se juega la chance de  acceder a una nueva modalidad del amor. De elegir con quién compartir el exilio al que cada uno está llevado por la singularidad que lo habita.
No está mal como alternativa. Después de todo un exilio no se comparte con cualquiera.

Daniel Millas

5 Miller, J.A.: “Sutilezas analíticas” Edit. Paidós, Bs.As., 2011.

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