Constanza Michelson
Puede escribir sus comentarios aEl artículo de la revista brasilera sobre la chica Temer fue duramente cuestionado por grupos feministas, aclarando, eso sí, que su crítica no apunta a Marcela sino a la línea editorial de la publicación. Quizás sea por defecto profesional de psicoanalista, pero sospecho que tal aclaración es similar al desplazamiento que hacen los pacientes en el diván: "mi problema no es A, es B", para que luego a la vuelta de la esquina descubran que el asunto siempre se trató de A. Y en este caso, soy capaz
A mi juicio, la falta de la mujer Temer es su adecuación a un imperativo que no le es propio. Trabajar el culo, que no es ningún pecado, para luego recalcar -porque por algo nos enteramos, le interesa que nos quede bien claro- que es mojigata. Supongo que debe ajustar cuentas con el hecho de ser una modelo 43 años menor que el señor con el que se casó, para que nadie piense lo que todos sabemos de tal transacción: poder por carne. Sabemos que él no la elige por ser la señorita de San Nicolás, esa que sabe coser y bordar. Transacción que suena políticamente incorrecta, pero que existe, sobre todo porque las mujeres hemos tenido que elaborar estrategias más sofisticadas, como la seducción, en un mundo históricamente dominado por el garrote. El problema de la moral de la mosca muerta es que traiciona a su género en la medida que confirma la fantasía nefasta de que somos ganado tatuado con el nombre de nuestro amo. Y por cada Marcela Temer que accede al poder por esa vía, hay cien que quedan en el campo de batalla, empobrecidas, denigradas, y en el caso extremo, muertas.
Pero pese al consenso que generan estas reivindicaciones, algo pasa con la causa. La resistencia de la lógica masculina es comprensible, nadie quiere perder su poder. Pero deben existir otras razones para que a las mujeres se nos desarticulen las filas. Arriesgo un par de hipótesis. La primera es que algunas voces con el volumen más alto caen en el mismo defecto que
La segunda hipótesis es que hay muchas que se refugian en el terreno de lo privado para justificar su existencia, como está ocurriendo con esos discursos de las hipermaternidades que proponen una revolución del amor; revolución que tiene muy poco de subversión y mucho de individualismo del hijo propio. ¿Y para qué, si ese hijo amado y sobreestimulado saldrá al mismo mundo de mierda (si es una mujer, claro)? Es una situación similar a la de quien invierte en las tecnologías del yo -esos autoerotismos de encontrarse a sí mismo- para salvarse solo, pero la diferencia es que las mujeres, como género, tenemos una deuda con nosotras mismas. El mundo todavía no se estructura de una manera justa, y ahí tenemos una responsabilidad política y ética.
Poco importa si una mujer quiere jugar moviendo la cola o haciendo pasteles (muffin se llama ahora, por alguna razón) en la cocina; si quiere tener muchos hijos o si quiere leer a Judith Butler. Nos compete la misma responsabilidad. No es una obligación salir a gritar a una marcha, pero al menos hacerlo cuando reconozcamos una injusticia. Al menos, interesarnos por la realidad, al menos leer el diario, al menos conversar sobre nuestras condiciones en el mundo.
Hace poco tuve que presentar el análisis de una película de Tarantino llamada Death Proof. Mala, el mismo director lo reconoce, pero tiene un gesto muy interesante. La película se divide en dos, como dos versiones de la misma historia: mujeres bellas perseguidas por un psicópata, misógino y femicida. Las primeras son víctimas, y se trata entonces de una película de horror; mientras que en la segunda versión, las chicas se defienden y se transforman en las protagonistas de un filme de acción. En parte, es nuestra responsabilidad definir qué historia será la nuestra.
"Interesante, desfachatada, pero sobre todo republicana". Al menos a mí me gustaría que nos nombraran así con orgullo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Clinic