Fernando De Gregorio
De lejos la vi llegar a nuestra primera cita. Yo la esperaba en la última mesa del restaurant, con una flor roja en la solapa para que me identificara. Ella atravesó el lugar por la diagonal, el camino más corto, sorteando mesas y comensales. Se lanzó directo al plato principal, obviando aperitivo y postre. Mientras masticaba me preguntó si le gustaba, si iba a ser bueno con ella y si quería que nos fuéramos de ahí. Le dije que sí a todo. Desde entonces mi vida tiene otro ritmo, ya que ella jamás pierde el tiempo. He aprendido a saltarme las filas, ducharme mientras me lavo los dientes y dormir 4 horas al día. Todo para seguirle el ritmo. Ella me dice que nuestros minutos juntos no son eternos y que no quiere desperdiciar ninguno. A veces me canso y le digo que ya no puedo seguirla tan rauda. Que los minutos perdidos no son perdidos del todo. Ella me mira, sin comprender. Entonces me toma la mano, me besa 10 veces, me muestra un reloj donde el tiempo retrocede y me arrastra a recorrer la ciudad con ella, como dos estrellas fugaces en la noche.